Joaquín Riquelme y Enrique Bagaría

Encounters

17 de julio

22:00h | Alcázar de Segovia

Para todos los públicos
70 min
Entradas sin numerar
Precio general: 14€

MUSEG EN LA CIUDAD

Encounters

Robert Schumann (1810 – 1856):

Adagio y Allegro, op. 70

 

Johannes Brahms (1833 – 1897):

Sonata en Fa menor, op. 120 no. 1

Allegro appassionato

Andante un poco adagio

Allegretto grazioso

Vivace

 

-Pausa-

 

George Enescu (1881 – 1955):

Pieza de concierto para viola y piano

 

Paul Hindemith (1895 – 1963):

Sonata para viola y piano, op. 11 no. 4

Fantasie

Thema mit Variationen: Ruhig und einfach, wie ein Volkslied

Finale

¿Qué distingue a una viola de un violín? La pregunta se volvió habitual en las entrevistas a William Primrose, tras impulsar su carrera como solista en 1942. Este legendario violista escocés, lejos de replicar con obviedades relativas al tamaño o a la tesitura del instrumento, acuñó una respuesta ideal: “La viola es un violín con formación universitaria”. Se refería a la principal diferencia entre ambos instrumentos que radicaba, según reconoció a David Dalton dentro de su libro de conversaciones Playing de Viola, en la producción del tono. También aludía a la principal razón que llevó a algunos antiguos violinistas, como Lionel Tertis o él mismo, a cambiarse a la viola: las posibilidades expresivas de su sonido oscuro, terso y cálido.  

Esa identidad sonora de la viola se había forjado en el siglo XIX. Un estándar que anteponía la profundidad musical frente a la mera pirotecnia. Y que eludía las posiciones más altas y el abuso de las dobles cuerdas o los golpes de arco, en favor de las cualidades cantables del registro medio del instrumento. Pero esas características también fueron un lastre que hicieron decaer las composiciones solistas para viola. La irrupción del virtuosismo volvió a concentrar toda la atención compositiva sobre el violín como instrumento concertante. Y la viola quedó relegada a expresivas narraciones musicales, como Harold en Italia (1834), de Hector Berlioz.  

Al mismo tiempo, la viola elevó su estatus dentro de un nuevo paradigma de sonido orquestal. Una paleta sinfónica con más variedad en las secciones de viento y una mayor atención hacia las posibilidades tímbricas y musicales de las voces intermedias. Robert Schumann (1810-1856) alude a ello, en 1850, dentro de sus aforísticas Reglas musicales domésticas y vitales (“Musikalische Haus- und Lebensregeln”) cuando resalta las ventajas de las voces medias para desarrollar la musicalidad. Ello tuvo un efecto directo en su propia música de cámara. El compositor redactó, en esos años, dos obras para viola: sendas series de piezas de carácter con piano relacionadas con cuentos de hadas que tituló Marchenbildern para viola y piano, op. 113 (1851) y Märchenerzählungen para clarinete, viola y piano, op. 132 (1853) . Tal y como leemos en el diario de su esposa Clara, la última combinación le atrajo especialmente por sus posibilidades expresivas: “Hoy Robert completó cuatro piezas para piano, clarinete y viola, y él mismo estaba muy feliz por ello. Cree que esta compilación resultará excepcionalmente romántica”. 

El Adagio y Allegro, op. 70 también está relacionado con el interés de Schumann hacia las posibilidades expresivas de combinaciones infrecuentes con piano. La obra fue escrita originalmente para la moderna trompa de válvulas y su autógrafo está fechado el 17 de febrero de 1849. Pocos días antes, Schumann había escrito las Tres piezas fantásticas para clarinete y piano, op. 73 y culminó, varios meses después, los Tres romances para oboe y piano, op. 94. En las ediciones de estas tres composiciones, Schumann añadió versiones alternativas para un instrumento de cuerda, como el violín o el violonchelo. Y el op. 70 se estrenó, en Dresde, el 26 de enero de 1850, en su versión para violín y piano. A pesar del espíritu doméstico, ideal para las veladas privadas de Hausmusik, el Adagio y Allegro tiene una mayor voluntad concertante. De hecho, tras el evocador nocturno inicial, dispone de un fogoso movimiento rápido con un intermedio central. Este allegro tiene forma de rondó y explota todas las posibilidades cromáticas de la nueva trompa. Pero en el presente arreglo para viola mantiene las mismas características de finale de concierto. 

Las posibilidades expresivas de instrumentos infrecuentes también inspiraron obras camerísticas a Johannes Brahms (1833-1897). Tras dar por cerrado su catálogo, con el Quinteto para cuerda, op. 111, lo reabrió después de asistir, en marzo de 1891, a un concierto del clarinetista Richard Mühlfeld. El compositor hamburgués quedó fascinado por su sonido, tal como refirió por carta a Clara Schumann. Y en los siguientes tres años, el viejo Brahms escribió hasta cuatro composiciones para Mühlfeld: un trío, un quinteto y dos sonatas. Aunque este clarinetista vivió hasta 1907, no se ha conservado ningún testimonio fonográfico suyo. Pero la prensa constata un “tono que abarca todo tipo de matices y colores… un instrumento que llora, suspira y conforta, ríe y regocija; en resumen, que habla como una voz humana”. 

Las dos sonatas para clarinete y piano del op. 120 fueron las últimas composiciones camerísticas de Brahms. Redactadas durante el verano de 1894, están teñidas de melancolía y dolor ante la muerte de varios amigos, como Theodor Billroth, Hans von Bülow y Philipp Spitta. Lo comprobamos en la tétrica exposición del primer movimiento, allegro appassionato, de la Sonata en fa menor, op. 120 nº 1, a la que siguen ecos de reconciliación pero también de pesadumbre. El andante un poco adagio, en forma ternaria, adquiere el tono de una plegaria, pero también la dulzura de un bello recuerdo. Continúa con un guiño schubertiano al ländler o vals rústico, en el allegretto grazioso. Y culmina con un enérgico vivace, que es un rondó lleno de júbilo y emoción. Brahms estrenó esta sonata con Mühlfeld en Viena, en enero de 1895, tras una primera audición privada. Y el editor Simrock la publicó, poco tiempo después, con el añadido de una parte alternativa para viola que encaja a la perfección con la personalidad sonora del instrumento. 

Las experiencias de Paul Hindemith (1895-1963) como soldado durante la Primera Guerra Mundial determinaron la eclosión de su lenguaje como compositor. Una forma de superar la artesanía en que, según sus palabras, había derivado el arte, para crear algo genuino y verdadero. Y en el paso desde el posromántico Cuarteto de cuerda n° 2, op. 10, escrito durante la contienda, a sus sonatas del op. 11, Hindemith dio su primera muestra de un estilo verdaderamente individual. Una colección de seis obras, escritas entre 1917 y 1919, que arrancan con una sonata para violín solo (op. 11 nº 6) y dos sonatas para violín y piano (op. 11 nº 1 y 2), que siguen con una sonata para violonchelo (op. 11 n° 3) y desembocan en una sonata para viola y piano (op. 11 n° 4) junto a otra para viola sola (op. 11 n° 5). Esta evolución creativa tuvo, además, un reflejo en su faceta como intérprete. Hindemith se pasó del violín a la viola. Aunque era el concertino de la Ópera de Fráncfort, optó por asumir la parte de viola en el Cuarteto Rebner (después lo haría en el famoso Cuarteto Amar) durante un concierto dedicado a su música en el Verein für Theater- und Musikkultur (Sociedad de Cultura Teatral y Musical) de Fráncfort, en junio de 1919. 

Hindemith estrenó en esa velada su propia Sonata para viola y piano, op. 11 n° 4. Una composición bien recibida por la crítica que resaltó su “invención melódica, un sorprendente dominio de la forma junto a su poderoso ímpetu”. Se trata de una sonata admirablemente construida a partir de dos series de variaciones consecutivas precedidas por un breve movimiento inicial, libre y rapsódico, denominado fantasía. El conjunto de los tres movimientos se toca sin pausa y los dos últimos deben sonar como una única serie de variaciones, tal como indica el compositor en una nota inicial. De hecho, el finale muestra el asombroso dominio que tenía Hindemith de las estructuras clásicas, al conjugar la forma sonata con la continuación del tema con variaciones del movimiento anterior. Lo hace destilando una asombrosa variedad rítmica, elaboración melódica y refinado contrapunto con una amplia paleta armónica. Un estilo personal que llevó al lenguaje expresivo de la viola hacia una nueva dimensión. 

La contribución de violistas compositores, como Hindemith, o de grandes solistas, como Tertis y Primrose, hizo posible que la igualdad de la viola con el violín alcanzase plena expresión compositiva en el siglo XX. Lo demuestran los conciertos de William Walton (1929) y Bela Bartók (1945). Y en ese camino se ubica la última composición del disco: Concertstück para viola y piano, de George Enescu (1881-1955). Una pieza concertante escrita por el compositor rumano, en 1906, para el concurso de viola del Conservatorio de París, de cuyo jurado formó parte, entre 1904 y 1910. La obra fue encargada por Gabriel Fauré, como director de la institución, y está dedicada a su catedrático de viola, Théophile Laforge. Como toda obra obligada de un concurso, fomenta la resolución de ciertas destrezas técnicas en el instrumento. Es el caso de los intrincados pasajes floridos para la mano izquierda o el control del brazo derecho, tanto en amplios fraseos como en rápidos pasajes con golpes de arco. No obstante, Enescu se apoya en la calidad del sonido de la viola para exaltar sus posibilidades cantables y expresivas. Y lo hace con el perfume francés y el perfil rapsódico de composiciones para violín que tocaba y admiraba, como Poème, de Ernest Chausson.  

Pablo L. Rodríguez 

Joaquín Riquelme es desde 2010 miembro titular de la Orquesta Filarmónica de Berlín,
con la que ha realizado conciertos en las mejores salas y festivales del mundo, actuando
bajo la batuta de directores como Sir Simon Rattle, Kirill Petrenko, Claudio Abbado,
Mariss Jansons o Daniel Barenboim, entre muchos otros. Muy activo en música de
cámara, colabora habitualmente con músicos de la talla de Emmanuel Pahud, Daishin
Kashimoto, Christian Zacharias, Jörg Widmann, Hartmut Rohde, y con varios grupos de
la propia Berliner Philharmoniker, así como en dúo con Enrique Bagaría

Tras estudiar en Barcelona, París, Madrid y Munich, Enrique Bagaría ha recibido
numerosos galardones en concursos pianísticos: “El Primer Palau” y “María Canals” entre
ellos. En el apartado de música de cámara, destacan los dúos que forma con el violinista
Aitzol Iturriagagoitia y el violista Joaquín Riquelme. Asimismo, ha colaborado también
con nombres como el ]W[ Ensemble, formado por músicos de la Orquesta del Festival
de Lucerna, Elias String Quartet, Cuarteto Quiroga, Lucas Macías y un largo etcétera.

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